La serie 13 Reasons Why, el “juego de la ballena azul” y el interés que suscitó la muerte de un joven de la Alianza Francesa han puesto en el debate los problemas que llevan a niños y adolescentes a atentar contra sus vidas. Un tema de salud pública silenciado –por el temido efecto contagio–, pero que según los expertos se hace urgente abordar de manera más decidida.
A mediados de agosto la fachada del Colegio Politécnico Santa Ana de Quinta Normal amaneció rayada. “Un cambio de puesto puede salvar una vida”, “bullying”, “háganse cargo” y “ley Maura” se podía leer en las paredes. Cerca de 30 apoderados, estudiantes y cercanos a M.C.C., una alumna de 12 años que cursaba séptimo básico, se manifestaron frente al establecimiento culpando a los profesores y a la dirección: nadie habría sido capaz de intervenir en el acoso que sufría por parte de algunas compañeras y que la llevaron a quitarse la vida.
“Esta valiente alma que ocultó el caos y sufrimiento que causaron sus pares por fin se encuentra descansando en paz”, escribió la hermana de la niña en Facebook. “Nuestro colegio es y será un lugar donde lo más importante es la acogida y el bienestar de sus estudiantes”, dijo la directora, sor Ana Cecilia Beiza, en uno de los comunicados publicados en el sitio web del colegio, en un caso que actualmente es investigado por la Superintendencia de Educación.
El suicidio de M.C.C. ocurrió casi un mes antes de la mediática muerte del joven de 17 años de la Alianza Francesa, pero no acaparó portadas ni encendió debates en redes sociales. Ambos, sin embargo, dividieron a la comunidad escolar y produjeron tensiones.
En del Politécnico Santa Ana, aparentemente perplejos frente la muerte de su alumna, no hubo actos de conmemoración en su nombre. Tampoco un minuto de silencio cuando, entre decoraciones, disfraces y canciones, el colegio celebró las Fiestas Patrias, primera instancia en que todos se reunían tras el hecho. Dentro de la Alianza Francesa, por su parte, hicieron una ceremonia de despedida en la cancha del colegio cuatro días después del fallecimiento del joven, pero aun así las críticas al manejo del tema fueron numerosas.
Ambos casos son parte de una realidad de connotación mundial. El suicidio es la segunda causa de muerte entre los 15 y los 24 años, y la tercera entre los 10 y los 14. Chile, después de Corea del Sur, lidera el ranking de la OCDE en suicidio adolescente. Mientras que en 1990 nuestro país contabilizaba 2,7 suicidios cada 100 mil habitantes entre los 10 y 19 años, para el año 2000 eran 4,6 y en 2015 eran 5,1. Ese mismo año (el último registrado en las estadísticas del Ministerio de Salud) el Servicio Médico Legal certificó la muerte por lesiones autoinfligidas intencionalmente de 310 personas entre los 5 y los 24 años. Eso significa una muerte cada 28 horas.
El tabú cultural en torno a la muerte (y, sobre todo, si se trata de atentar contra la propia vida), el estigma de las enfermedades mentales y el miedo al “efecto contagio” son algunas de las causas que explican que en general se hable poco sobre el asunto. Sin embargo, este año el suicidio juvenil ha surgido desde distintos frentes. A comienzos de año fue el “juego de la ballena azul” que incitaba a los participantes a hacerse daño e incluso a atentar contra sus vidas, el que causó gran preocupación. Paralelamente apareció la serie de Netflix 13 Reasons Why, que gira en torno a una adolescente que se quita la vida y tuvo gran éxito de audiencia, suscitando varias polémicas en torno a la forma en que abordó el tema. El caso de la Alianza Francesa viene a cerrar un año donde, sumado al debate y las marchas a propósito de la crisis del Sename, la salud mental de niños y adolescentes ha estado en el centro de la discusión.
En este escenario, mientras que los colegios acusan falta de herramientas para manejar el problema, y los padres se preocupan y buscan guía, expertos de la salud, las políticas públicas y las ciencias sociales concuerdan en que para enfrentar el problema hay que hablar. “Este es un tema invisible. La salud mental es una de segunda categoría en Chile”, dice Elisa Ansoleaga, directora de la Escuela de Psicología de la Universidad Diego Portales y quien escribió junto a la abogada Ester Valenzuela el capítulo “Derecho a la salud mental en Chile: La infancia olvidada”, del Informe de Derechos Humanos de la UDP 2014. “Recién cuando un candidato presidencial se bajó de su campaña política porque estaba deprimido se empezó a hablar de depresión, y cuando ocurre un suicidio en un establecimiento privado nos damos cuenta de que los niños se suicidan, cuando es más común de lo que pensamos. Eso hay que decirlo”, concluye.
Para Alberto Larraín, siquiatra que hasta hace dos meses estaba a cargo del Programa de Prevención del Suicidio del Minsal (que se está implementando en las regiones de O’Higgins, Coquimbo y Aysén), “no hay voluntad para darle a este tema la importancia que merece”.
Buscando culpables
“Mi hijo se suicidó. Yo sé que estaba muy mal y no sé si tuvo a alguien a quien contarle lo que le pasaba. ¿Por qué no me escribes a mi correo?”, fue el mensaje que Paulina del Río (62) dejó en los comentarios de un blog donde numerosos jóvenes compartían sus experiencias. La búsqueda de esta madre en la web intentaba rastrear los sitios que su hijo mayor, José Ignacio, había visitado antes de quitarse la vida a los 20 años.
“Hola, leí que ofrecías escuchar”, le contestó una joven de 14 años desde España. No fue la única que la contactó. “Eran muchos cabros de distintos lugares y yo les respondía. Al principio me ponía loca y llamaba a la policía en España para decirles que una niñita se iba a suicidar”, cuenta la traductora, quien tras capacitarse con varios cursos en sicología y participar en fundaciones que apoyan a padres que sufren duelos traumáticos, creó en 2014 la Fundación José Ignacio, un espacio de apoyo para niños y adolescentes con riesgo suicida.
Para Paulina, la culpa y el dolor que se desatan tras la muerte de un hijo pueden transformarse en una “cacería de brujas” donde “sólo vemos los árboles, cuando tenemos que ver el bosque”. Ella misma ha tenido que lidiar con sus propias culpas. “A veces escuchamos más al doctor que al instinto”, dice recordando el año 2005.
Era mayo y estaba con su hijo menor, de 11 años, en Orlando. Había viajado con muchas dudas porque José Ignacio, estudiante de segundo año de ingeniería comercial en la Universidad de Chile, estaba pasando por una durísima depresión y había manifestado tendencias suicidas. Paulina lo llevó a su siquiatra, quien le quitó gravedad y la motivó a tomar el avión, “sino el chiquillo se va a sentir culpable de arruinarle el viaje”, le dijo.
Pero el viernes que Paulina debía regresar a su casa algo le pasó. Arriba del auto que conducía se puso a gritar y llorar. Se bajaba desorientada para preguntar cómo llegar al aeropuerto, un trayecto que se sabía de memoria. Descolocada, llamó desde el teléfono público de un mall para cambiar los pasajes. “Hoy sé que estaba con una crisis de pánico que, interpreto, era el cordón umbilical hablando”, reflexiona. A esa misma hora, en Chile, José Ignacio estaba a punto de matarse. Paulina no supo de su suicidio hasta el domingo en la mañana, cuando aterrizó en Santiago.
Los factores que pueden desencadenar tendencias suicidas son variados y complejos. Algunos debaten si las enfermedades mentales son el punto de partida o si las condiciones sociales y económicas son las que gatillan estas patologías. Sin embargo, hay factores predictores, dice Alberto Larraín, y esos son la pobreza y la deserción escolar. Yendo al detalle, aparecen otros como la violencia intrafamiliar, el acoso escolar, el consumo de alcohol y drogas, y el embarazo adolescente.
Según Carla Inzunza, jefa programa de Formación en Psiquiatría del Niño y del Adolescente de la Universidad Católica, todos estos elementos terminan por transformar una crisis normativa de la adolescencia, que es necesaria, en un problema profundo, sobre todo para los jóvenes que ya están con un trastorno mental. “El 90 por ciento de estos chiquillos que tienen intentos o llegan a suicidarse están afectados por una patología siquiátrica, y en una altísima proporción ese cuadro es una depresión”, explica.
“La salud mental infantojuvenil es un mundo aparte. En el paso de niños a adultos se producen cambios neurobiológicos que hace que los chicos se vuelvan más inestables: el sistema de control de impulsos no está totalmente desarrollado y el temor al riesgo está disminuido”, explica el siquiatra Tomás Baader, director de la Alianza Chilena contra la Depresión y académico de la Universidad Austral.
Juan Andrés Mosca, siquiatra que actualmente trabaja en la unidad de hospitalización del Centro Cerrado del Sename en Tiltil, y que ha tratado a niños y jóvenes que sufren vulneración de derechos en diversos programas ambulatorios, agrega que “un niño, si hay una vulnerabilidad presente, se puede suicidar porque se le murió una mascota, porque le fue mal en el colegio o porque lo pateó la polola, no necesariamente todo está ligado a un maltrato como lo entendemos tradicionalmente”. En resumen, no es posible encontrar un solo culpable.
Tras sus conversaciones con padres de hijos que se han suicidado, como con niños y jóvenes que atraviesan por una crisis (alrededor de 150 papás y 500 niños), Paulina ve que se repiten ciertos elementos: extrema sensibilidad, falta de sentido de pertenencia a su comunidad y lo que ella llama “un dolor del alma” (parafraseando el libro Cuando un niño se da muerte, de Boris Cyrulnik y que se ha transformado casi en una biblia del tema). “Se sienten muy solos y eso me intriga, porque muchas veces están rodeados de apoyo y de cariño. Esto no es un ataque a los padres, pero me parece que a veces las exigencias que la sociedad les mete desde el nacimiento los pueden destruir, no hay resiliencia o tolerancia a la frustración que resista”, agrega.
Elisa Ansoleaga acota que no se puede seguir viendo al suicidio sólo desde una perspectiva biomédica, cuando también tratamos con un problema más amplio. “Tenemos que mirar el modelo de sociedad que hemos construido, donde el mundo se divide entre quienes tienen éxito y quienes fracasan –obviamente asociado a un estatus social y material– y en el camino, ese que debería ser tu compañero de viaje termina siendo tu competidor”.
Para Gabriel Guajardo, sociólogo investigador de Flacso y editor del libro Suicidios contemporáneos: vínculos, desigualdades y transformaciones socioculturales, que se publicará el 19 de este mes, estos casos obligan a los adultos a aceptar que la infancia no es siempre algo “bonito”. Pero, desde su perspectiva, lo más preocupante es cómo ven hoy la muerte los jóvenes: “Mientras que para los adultos es algo incomprensible y lejano, para ellos la muerte, la finitud de la vida, se ve como algo más cotidiano y a flor de piel. Puedes gestionar la vida para vivir, pero también para morir”.
Por esto mismo, agrega, no nos podemos quedar en los extremos, “o que es la neurona o que es el sistema. Tampoco podemos zafar diciendo que hay muchos factores, entonces como todos tenemos culpa nadie se hace cargo, y nos quedamos en la inmovilidad. Hay que cuestionarse todo, cómo están funcionando las familias, la escuela como institución y, por supuesto, la patologización de todos los problemas”, dice.
Sobrevivir
“¿Cómo no pensaste en nosotros? ¿Cómo no pensaste en tu mamá? Si tienes todo para ser feliz”. Ignacia (30) despertó en una clínica rodeada de su familia –incluidos tíos, primos y abuelos– y eso fue de las primeras cosas que escuchó. Tenía 16 años y 24 horas antes su mamá la había encontrado inconsciente al llegar a casa. Ese día había decidido faltar a clases para “acabar con un dolor y tristezas que me parecían insoportables”, recuerda.
El intento de Ignacia es parte de una estadística oculta. No existe aún en nuestro país datos respecto a las personas que atentan contra sus vidas, ni una obligación médica de reportar estos casos. Lo que sí sabemos es que por cada suicidio consumado, entre 7 y 25 personas lo intentarán, una cifra que en el caso de los adolescentes se dispara a entre 80 y 100 intentos, según cifras de la OMS.
Para Ignacia todo comenzó en primero medio, cuando se cambió de un colegio católico a un liceo emblemático, laico, con muchas alumnas y altas exigencias. Sufrió entonces, en sus palabras, una “crisis de paradigmas”: Dejó de creer en Dios y descubrió que era lesbiana. Se enamoró por primera vez, aunque sólo en tercero medio concretó una relación. “Me empecé a cortar los brazos. Sentía una enorme sensación de culpa de estar mintiéndoles a todos y de que nadie sabía en realidad quién era yo”. A estos conflictos internos se sumaban otros que venían de la infancia, como la ausencia de su padre, a quien no conoce, y el abuso de un profesor de tenis a los 11 años, del que sólo pudo hablar años después en terapia.
La dificultad que encontró en su familia para hablar de su enfermedad mental la llevó a guardar silencio. “Pensaban que lo hacía para molestarlos, para llamar la atención”, explica. Ignacia agrega que cada noche le pedía a Dios –“un Dios en el que ya no creía” –no despertar al día siguiente.
Al estrés académico y los desafíos propios de las relaciones a esa edad, algo que preocupa a los expertos son las dificultades de los niños y jóvenes para comunicarse con sus padres. Esas faltas de herramientas emocionales no sólo se manifiestan en la familia, cree Ignacia, sino también en el colegio. “Yo con suerte tenía una amiga con la que hablar, había cosas que no me atrevía a decirle ni a mi polola. En el colegio nos aplastaban con contenido, ahí las emociones no importaban y tanta competencia te destruye el cerebro. Muchas terminaban yéndose, explica”.
Actualmente la Superintendencia de Educación exige que los colegios tengan reglamentos y manuales de convivencia para manejar este tipo de crisis, incluyendo al ya omnipresente bullying. Si los protocolos de acción fallan, los establecimientos pueden recibir multas que van desde las 51 a las 500 UTM. “Pero se les carga mucho la mata a los colegios cuando realmente no tienen ninguna capacidad de reacción, no hay formación ni preparación. El colegio puede ser un factor protector pero también de riesgo sino te cuida, sino no te permite desarrollarte”, dice Elisa Ansoleaga.
Según el superintendente de Educación, Alexis Ramírez, desde 2015 han tenido 22 denuncias de bullying asociadas a intentos de quitarse la vida y suicidios consumados: 13 de estudiantes de colegios particulares subvencionados, ocho de colegios municipales y sólo uno de un colegio particular pagado. Sin embargo, la abogada Ester Valenzuela, quien trabaja en el Programa de curadorías de la UDP como representante de niños en los tribunales de familia, cree que las cifras son mucho más altas porque son varios los padres, sobre todo en los colegios particulares, que optan por saltarse a la Superintendencia de Educación, cambiar a los hijos de colegio y llevar los casos directamente a juicio.
Tomás Baader, quien lidera un innovador programa de prevención del suicidio en la Región de los Ríos, dice que hay dos aspectos claves para actuar: la sensibilización y la capacitación. Primero en las redes de urgencia, donde llegan la mayoría de los pacientes críticos (muchos por un intento de suicidio), pero también con monitores en los colegios, juntas de vecinos y diversos líderes según las estructuras de cada comunidad. “El profesor buena onda, que nos facilita la llegada con los alumnos”, dice a modo de ejemplo.
En la unidad de intervención de crisis creada por Baader y su equipo, actualmente hay 500 personas en seguimiento desde hace dos años. Todos pacientes que llegaron a la urgencia por un intento de suicidio y, que en vez de ser hospitalizados, pasaron a este programa. Los resultados son prometedores: al año, el porcentaje de pacientes que intentaba nuevamente quitarse la vida bajó de un 30-40 por ciento a un 2 o 3 por ciento.
Lamentablemente iniciativas como la de Baader no son sistemáticas. Para que esto se logre, dice Alberto Larraín, es clave avanzar en la ley de Salud Mental –actualmente en discusión en el Congreso– la que daría directrices al Estado para equiparar el acceso a la salud mental con el de las otras prestaciones. “Si terminas en la urgencia por un intento de suicidio te mandan para la casa, pero si te da un infarto te dejan internado y te hacen todos los exámenes posibles. Si te da diabetes te asignan a un médico que te chequea todos los meses, pero si te da depresión te asignan 10 sesiones con un siquiatra y después se acaba. Eso no puede ser, necesitamos paridad de trato”, explica. Otro documento en esta materia es el Plan de Salud Mental 2016-2025, del Ministerio de Salud, el que actualmente se encuentra con un retraso de casi dos años y está en etapa de consulta pública.
Al estancamiento de estos proyectos se agrega la falta de inversión en el área. El país se había propuesto para 2010 destinar un 5 por ciento del presupuesto de salud a enfermedades mentales, pero en cambio el gasto disminuyó del 2,8 por ciento al 2,1. Además, tanto el déficit de especialistas en salud infantojuvenil como el de camas disponibles para la hospitalización de estas patologías es aún altísimo, sobre todo en regiones, explican varios expertos.
De hecho Línea Libre, la línea telefónica y WhatsApp gratuito y confidencial que ofrecía apoyo sicológico a niños y adolescentes –y que recibía alrededor de 500 llamados mensuales– cerró en julio de este año luego de cuatro de funcionamiento tras perder el aporte basal que el Sename le entregaba todos los años.
Tras otros dos intentos de suicidio fallidos, Ignacia decidió darle la pelea a su tristeza. “Acepté que si quería salir adelante tenía que trabajar de la mano con mi terapeuta y mi siquiatra”, explica. A los 20 años su depresión fue rediagnosticada como trastorno bipolar, por el que ahora está en tratamiento, con sus altos y bajos. Desde hace cinco años vive con Lucía, su polola de la adolescencia, con quien se reencontró. Su mamá apoya la relación y han podido superar sus diferencias. Al final, reflexiona, “uno siempre encuentra un lugar en el mundo en el que te sientes en casa. Por eso sigo intentando estar bien. Pero cada vez que me entero de otro niño que se mata, pienso que somos todos responsables. No entiendo cómo somos una sociedad tan podrida que deja a la gente morir de pena”.
LAS SEÑALES
La inmensa mayoría de las personas que se suicidan han dado algún tipo de aviso, aunque a veces no es muy claro. No tema preguntarle a una persona si está con pensamientos suicidas y actúe de inmediato pidiendo ayuda en el servicio médico de urgencia más cercano si alguien que conoce:
- Ocupa frases como: Me voy a matar”, “Ya no puedo seguir viviendo”, “No aguanto más este dolor”, “Tal vez yo no voy a estar para ese día”, “A mí nadie me echaría de menos si no estuviera”, “Esta vida no tiene sentido”.
- Se siente desesperanzado: “Nunca va a mejorar nada”.
- Ha perdido el interés por el futuro: “Igual ya luego no va a importar”.
- Siente que no vale nada y que es un estorbo: “No merezco vivir, soy un fracaso”.
- Se despide de personas importantes: “Eres el mejor amigo que he tenido. Te voy a echar de menos”.
- Habla de pensamientos de muerte: “La vida es tan difícil. Tengo ganas de terminar con todo”.
- Planifica su muerte, comunicándolo en las redes sociales, escribiendo un testamento o una carta de despedida.
- Regala sus posesiones más valiosas.
- Ha tenido una pérdida reciente e importante.
- Consume drogas o alcohol con mayor frecuencia que antes.
- Se comporta de manera diferente (llora o se irrita sin motivo, por ejemplo).
- Se aísla de su familia y amigos.
- Corre riesgos innecesarios que la ponen en peligro.
- Pierde el interés en actividades que antes le gustaban.
- Come o duerme más o menos de lo habitual.
DÓNDE PEDIR AYUDA:
- Fundación José Ignacio por mail a contacto@fundacionjoseignacio.org o vía chat todos los lunes, de 19:00 a 22:00, en www.fundacionjoseignacio.org
- Salud Responde del Ministerio de Salud: 6003607777
- Fono Niños (147) de Carabineros o Fono Familia (149) de Carabineros
- Fono orientación Sename: 800730800
Tania Opazo y Tamy Palma – La Tercera
Equipo Prensa Portal Red Salud