Vivimos en un mundo químico en el que cada día estamos expuestos a sustancias capaces de imitar, bloquear o alterar el delicado equilibrio hormonal de nuestro organismo. Se trata de los disruptores endocrinos, compuestos presentes en pesticidas, plásticos, cosméticos, fármacos y aguas residuales que, incluso en dosis bajas, pueden modificar la producción, el transporte y la acción de las hormonas. Entre ellos destacan los anticonceptivos hormonales: se estima que más de 100 millones de mujeres los utilizan en todo el mundo y, en Chile, un estudio del SERNAC reveló que el 70,1 % de las personas encuestadas usa algún método anticonceptivo, predominando los de base hormonal.
Lo inquietante de los disruptores endocrinos es que muchos de sus efectos aparecen años después de la exposición y resultan especialmente graves durante etapas críticas como el desarrollo fetal, la infancia o la adolescencia. Investigaciones recientes advierten que el contacto temprano con estas sustancias se asocia a disfunciones tiroideas, infertilidad, obesidad, resistencia a la insulina e incluso tumores hormono-dependientes. Algunos reportes científicos han señalado que la exposición durante el embarazo y la niñez puede condicionar la salud metabólica y reproductiva de por vida, con impactos que incluso se transmiten a generaciones futuras.
Chile enfrenta un vacío regulatorio evidente: aunque existen normas ambientales y sanitarias, no hay una legislación específica que identifique a los disruptores endocrinos como categoría de riesgo, ni que establezca límites de exposición seguros basados en su efecto hormonal. Mientras la Unión Europea y otros organismos internacionales aplican el principio de precaución para restringir sustancias sospechosas antes de que el daño sea irreversible, nuestro país carece de monitoreo sistemático y de políticas que reduzcan la presencia de estos compuestos en aguas, alimentos y productos de uso cotidiano.
Ignorar esta amenaza implica perpetuar una carga creciente de enfermedades crónicas que presionan al sistema de salud y afectan la calidad de vida de la población. Incorporar en la legislación chilena una regulación de estos compuestos, no es solo un avance técnico: es un acto de responsabilidad con quienes crecerán en un ambiente que hoy no vemos, pero que ya siente los efectos silenciosos de la química moderna.