- La reciente balacera en el Colegio Nuevos Horizontes de San Pedro de la Paz en la región del Biobío, que obligó a suspender clases y dejó a niños y niñas aterrados en sus salas, nos enfrenta brutalmente con una realidad que no queremos ver: la violencia ya no es algo externo al sistema educativo. Está dentro. Está en los pasillos, en los patios, en las miradas de desconfianza, en el miedo que se vuelve rutina.
Frente a estos hechos, la reacción suele ser inmediata y comprensible: reforzar la seguridad, ofrecer contención psicológica, activar protocolos. Pero en ese apuro por contener, a menudo olvidamos lo esencial: ¿alguien les preguntó a los estudiantes cómo están? ¿Qué piensan? ¿Qué soluciones proponen? ¿O una vez más decidimos por ellos?
No basta con hacer cosas por los estudiantes; hay que hacerlas con ellos. Escuchar sus voces, validarlas, permitirles ser parte de las decisiones que afectan directamente su bienestar emocional. Si no lo hacemos, las políticas seguirán siendo parches bien intencionados pero poco efectivos.
Esta necesidad de participación cobra aún más urgencia si consideramos lo revelado en el informe Estado Mental del Mundo 2024, del Global Mind Project de Sapiens Lab. El estudio muestra que las generaciones jóvenes están enfrentando una caída preocupante en sus capacidades sociales y cognitivas. En concreto, los jóvenes presentan entre 4 y 5 veces más dificultades en funciones clave como la planificación, la atención, el lenguaje, el autocontrol y la construcción de vínculos.
¿Por qué está pasando esto? El informe apunta a un conjunto de causas profundamente interconectadas: el aislamiento social, la exposición constante a smartphones desde edades tempranas, los alimentos ultraprocesados y las toxinas ambientales. En particular, el acceso prematuro a dispositivos móviles se asocia con una mayor probabilidad de desarrollar problemas mentales graves en la adultez, además de afectar el sueño y el desarrollo emocional.
Porque cuando hablamos de salud mental en la escuela, no nos referimos solo a la ansiedad o la depresión en abstracto. Nos referimos a niñas y niños que tienen miedo de ir al colegio. Adolescentes que cargan con angustias que no caben en una pauta de evaluación o un taller ocasional. Nos referimos a un malestar emocional que no puede tratarse con un power point o una charla de 45 minutos.
Si una política de salud mental escolar no parte por preguntarles a los estudiantes cómo se sienten y qué necesitan, entonces no es una política de salud mental. Es una ilusión de intervención.
La violencia en las escuelas no se resuelve solo con más vigilancia. Se enfrenta con vínculos, con escucha, con espacios seguros de diálogo y participación. Y eso requiere algo que a veces cuesta más que las inversiones millonarias: voluntad de cambiar la cultura escolar, de ceder poder, de confiar en que nuestras y nuestros estudiantes tienen mucho que decir.
Hoy, más que nunca, necesitamos menos discursos y más escucha. Diálogo, reflexión conjunta, necesitamos fomentar la confianza en lugar del control.