La corrupción es una de las mayores amenazas para la estabilidad de cualquier democracia. Representa un doloroso desfile de todo aquello que las naciones no merecen. En sus distintas expresiones actúa como un terremoto silencioso que, desde lo más profundo, socava la confianza en las instituciones públicas y privadas, carcome los cimientos de la vida en sociedad, deteriora lenta y progresivamente el tejido social, y elimina la expectativa de recibir un trato igualitario y justo. Se opone a lo correcto y otorga beneficios a quien no los merece ni posee los méritos necesarios, debilitando la gobernanza y las instituciones que sostienen nuestro sistema.
El remedio para esta enfermedad se encuentra en la ética y en la defensa del interés superior de la sociedad en su conjunto. El bien común, aquello que beneficia a todos y no solo a unos pocos, es uno de los fines más altos de la vida en comunidad, y no se puede permitir que sea arrebatado por quienes buscan aprovecharse de la mayoría.
El progreso solo puede traer paz social cuando se comparte de manera equitativa. Sin embargo, la rectitud y la honestidad, valores esenciales y transversales, parecen ausentes del debate público, relegadas por lo urgente. Frente a ello, el sentido común más elemental nos recuerda que una cultura fundada en la ética es indispensable para construir cualquier proyecto de país con visión de largo plazo y con una sostenibilidad social e institucional que asegure firmeza, justicia y equidad para todos.






















