Por Manuel Riveros, Socio de PGX Training y Magíster en Psicología Organizacional de la London School of Economics
Llega septiembre y estamos a un poco más de dos meses de las elecciones presidenciales en Chile, al menos en su primera vuelta. Independiente del color político que nos represente, podemos distinguir claramente un Chile diferente representado en cada postulante: uno invadido por la delincuencia, otro que ha ido avanzando a un Chile más justo y otro que asegura que el establishment y los apitutados de siempre son el enemigo a vencer. Cada uno cuenta con un relato propio, que busca representar un sentir popular.
Si asumimos por un segundo que el país es un constructo colectivo que tiene un poquito de todo y que depende del observador de turno lo que puede/quiere distinguir, podemos ver cómo cada uno de esos futuros nos genera un estado de ánimo particular: gratitud por lo logrado hasta ahora; indignación por la falta de consecuencia de algunos; angustia frente a la inseguridad creciente, entre otros. Lo interesante es que los estados de ánimo no son un elemento inocuo que matiza elementos más objetivos o estadísticos: las posibilidades que se abren o cierran para un país y el tipo de conversaciones o acciones posibles se ven directamente afectadas por este prisma que son los estados de ánimo.
A pesar de esto, hoy las empresas no los están visualizando como la ventaja competitiva que representan.
Primero entendamos qué es un estado de ánimo. Antes de cualquier análisis racional, los seres humanos sentimos. Es más: nuestro cerebro está diseñado así. Las emociones surgen en estructuras más antiguas, como la amígdala, encargada de detectar amenazas y regular respuestas básicas de supervivencia. Solo después entra en juego la corteza prefrontal —donde habitan el lenguaje y el pensamiento racional—, una de las áreas más desarrolladas en los humanos y que nos diferencia del resto de los mamíferos. Es decir: antes de pensar, sentimos. Y esa emoción marca la forma en que razonamos, decidimos y actuamos.
Los estados de ánimo, por su parte, son una combinación entre esa emoción básica que habitamos como mamíferos y un relato sobre lo que es posible en el futuro. Por ejemplo, si Chile queda último en las eliminatorias, eso puede generarnos pena o rabia. Pero si a eso le sumamos una narrativa del tipo “para qué nos entusiasmamos, si a la larga somos chilenos no más”, nos inunda la resignación o el resentimiento, un estado de ánimo que se instala y se transforma en el lente con que miramos el futuro.
En las organizaciones pasa lo mismo. Somos personas que sentimos, interpretamos, nos contamos historias y cultivamos juicios colectivos que se contagian, se instalan y terminan formando parte de la cultura, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Así como hay organizaciones que viven desde la resignación o el resentimiento, hay otras donde predominan estados de ánimo como la resiliencia o la ambición. Más que estados de ánimos “buenos o malos”, podemos afirmar que hay algunos que abren posibilidades y otros que las cierran. Por lo tanto, cultivar estados de ánimo que abran posibilidades no es una frivolidad ni una misión exclusivamente de RRHH. Es una tarea estratégica para el futuro de las organizaciones.
¿Cómo iniciar ese trabajo? El primer paso es observar: ¿qué estado de ánimo habitamos? ¿qué conversaciones repetimos? ¿qué cosas cuidamos y cuáles hemos dejado de cuidar? Desde ahí, podemos abrir una reflexión en torno a los estados de ánimo que queremos cultivar, y qué necesitamos hacer —individual y colectivamente— para lograrlo. Así como la elección de quién ocupará la Presidencia de Chile es colectiva, también lo es decidir qué estado de ánimo queremos cultivar en las organizaciones para forjar un futuro próspero.