En octubre conmemoramos el Día Mundial de la Salud Mental. Un tema que después de la pandemia tomó importancia entre los chilenos, convirtiéndose hoy en la principal preocupación sanitaria del país. Según un estudio de Ipsos, un 66% de la población la considera su mayor problema de salud, muy por sobre el promedio mundial. Esa conciencia es positiva, pero también deja en evidencia nuestras grandes carencias.
Estrés, ansiedad, depresión, consumo problemático de alcohol y drogas afectan a miles de personas y familias. Estos síntomas deterioran la calidad de vida, aumentan las licencias médicas, generan pérdidas económicas y, muchas veces, obligan a pagar tratamientos privados costosos. Lo anterior sumado a que vivimos tiempos de incertidumbre, de miedo a perder el trabajo, de sueldos que no alcanzan, de soledad y falta de tiempo para descansar o compartir.
También pasan la cuenta los entornos urbanos hostiles: largos traslados, viviendas pequeñas, escasez de áreas verdes, exceso de noticias negativas y violencia cotidiana. Incluso el trabajo, que debiera ser fuente de sentido, a menudo se convierte en motivo de sufrimiento. Es urgente que las organizaciones entiendan que no hay productividad posible sin bienestar. Se necesitan espacios de escucha, prevención del acoso y liderazgos empáticos.
Chile no parte desde cero. A fines de los 90 comenzó una reforma psiquiátrica que cambió el enfoque: del encierro al respeto, de los hospitales psiquiátricos a los centros comunitarios (COSAM) y a la atención primaria. Luego, el GES incorporó varios trastornos mentales, y más recientemente, la Ley 21.331 consagró los derechos en salud mental. Hoy incluso se tramita una nueva ley integral.
Sin embargo, los avances siguen siendo insuficientes. Solo el 3% del gasto público en salud se destina a salud mental, muy lejos de lo que se necesita. Faltan profesionales, sobre todo en el sector público, y aún debemos reforzar la prevención.
Este problema no se resuelve solo desde el sistema de salud. Requiere compromiso de todos los sectores —educación, trabajo, vivienda, desarrollo social— para construir entornos más humanos y protectores. Hacer de la salud mental una verdadera política de Estado es, en definitiva, cuidar la vida en común.